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PATRIA DE PÁJAROS

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MUTARI IN ALITEM

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viernes, 10 de julio de 2009

Sábado, 15/07/2006 6:54





Sábado, 15/07/2006 6:54



Gustave Courbet, Celo en primavera; Batalla de Ciervos



"Estaba claro que el amor era un sentimiento que podía surgir en el hombre sin que éste pronunciara una palabra. Ya había jurisprudencia sentada, de ciertos problemas que ciertos estados habían tenido durante las guerras, ya que a veces sus mejores soldados se enamoraban del enemigo."



-M.O.M. El Oficio De Morir-








Si mal no recuerdo, primero estaba la madre, y cuando habló la madre, es que había llegado el padre. Y, no sé cómo, algunos niños se quedaban hechos un lío con quien era el que tenía el pene, si la madre o el padre, y para no errar, se pasaban el resto de su vida captando penes en todo bicho viviente. Esto podría ser un breve cuento a cerca de los orígenes de las guerras.

Primero hicimos el amor como una verdadera madre y un verdadero hijo atravesados por todas las metáforas, la paterna también. Después volvió el padre y había que engañarle y hacerle creer que él era el único y verdadero portador del báculo que brillaba más que ningún otro astro y el niño le juró lealtad eterna hasta en la cama. Se agarraba berrinches y pataletas para que le dejaran entrar en el lecho conyugal, otras veces, era el padre el que, fingiendo una borrachera, se dejaba caer sobre los muebles para que le llevaran entre los dos a dormir ya que, como se hallaba ebrio, no se enteraría. Rosina (la cartonera y madre) pensaba que un día de estos les dejaría a los dos (tan harta como estaba de que se le quedaran dormidos entre las piernas) con los ojos evadidos por los relatos de batallas que había escuchado hasta la saciedad, ¡si ella no tenía pene, cómo era posible que esos dos archiciegos no se lo dejaran de ver!. Abandonar al hijo era muy doloroso, siempre hipando y dibujando monigotes por la pared. Abandonar al padre, a su edad, tampoco era moco de pavo, ella tenía las tetas demasiado gordas debido a los tremendos lametazos que a dúo le habían propinado los dos, el culo le había crecido en exceso para poder mantener las piernas a modo de trinchera cuando los hipos y cuando las borracheras. Los ojos era lo único que mantenía joven, ¡pero a quién le iba ella a convencer si además de la juventud había tendido que derramar todas sus lágrimas para poderse levantar cada día como si cada nuevo día algo nuevo tuviera que lavar!.

Ya no tenía ganas de contar cuentos que estimularan la imaginación del hijo ni de buscar momentos propicios para conversar que estimularan la imaginación del padre, ellos ni la escuchaban, dijera lo que dijera, ellos siempre oían estruendos de tambores y redobles de sables, después se quedaban dormidos con las piernas cruzadas las unas encima de las otras mientras ella tenía que escabullirse por las fisuras de las sábanas, no daba más, se marcharía.

Mientras ponía su ropa en la maleta, le vino desde el recuerdo el día que lo conoció, al padre; estaba en el mercado discutiendo acaloradamente con varios vendedores de pescado que afirmaban que los besugos y las sardinas se cocinaban igual, llegó como el que estando acostumbrado a relacionarse con las mujeres, algo de ellas se le hubiera pegado y todo auguraba que quería escuchar. Se levantó el sombrero en gesto de saludo mientras la guiñaba un ojo y le dijo:

- Mis saludos, madame, ha estado usted espléndida, madame, pero permítame que le diga que debe procurarse enemigos que estén a la altura.

Rosina siguió malhumoradamente su discusión con esos pescaderos patanes y, si bien algo le había frenado la intervención de su amistoso desconocido, rápidamente lo olvidó.

Después el asedio, la boda, los compromisos, el embarazo, la lactancia, las facturas, y cuando al hijo le llegó la época del destete, las borracheras del padre se alternaban con las rabietas del hijo y Rosina se vio obligada a comprender.

¿Quién fue primero, el padre o el hijo?. Para los dos, y también para Rosina, había sido muy real aquel primer encuentro en el que las metáforas habían dejado paso al amor, pero el tiempo no era algo representable en una gráfica y aparecía como después lo que había sido antes y como siempre lo que habría tenido que haber sido durante. Mientras, guardaba Rosina su ropa en la maleta con las escasas lágrimas que aún le quedaban, pero con firme decisión de que un amor así no lo merecen ni las ratas, lo comprendió:

- Mis saludos, madame, ha estado usted espléndida... ¿a qué venía tanta galantería para luego acabar cruzando lanzas en vez de estar cazando pescaditos en su lago?... Hay poco que explicar, si en vez de ser Rosina la que lanzaba llamas con sus palabras contra esos mequetrefes, hubiera sido Rufo o Juan o Perico, le hubiera servido igual, hubiera aparecido en vez de con un sombrero, con botas de pescar, hablado rudamente y hasta lanzado escupitajos al suelo, Rosauro (el marido de Rosina apodado Barbadú) sólo quería ser gallo del corral, y como se habían arruinado muchos polleros por lo de la gripe aviaria, tenía que debatirse con los magnates del pe(s)cado y a la pobre Rosina le había pillado en medio y hasta ahora no se había dado cuenta, y para eso, su amante, hasta había sido capaz de firmar una alianza con-tra su propio hijo.

Si el matrimonio había durado lo que había durado, era en parte porque a Rosauro algunas veces vomitando en el suelo de la cocina o fingiendo el vómito en mitad el pasillo para ser transportado al campo de batalla por los brazos maternos, no había podido olvidar del todo aquel primer encuentro con las metáforas, y sobre todo, porque Rosina sabía perfectamente que el cargo de gallo del corral, era la solución a la que, en la época que le había tocado vivir, se habían apuntado tanto los hombres como las mujeres que no hacían otra cosa más que sacarle brillo a las plumas y esa era toda la victoria. Y sabía por tanto, que ni homosexualidad ni heterosexualidad estarían durante muchos siglos medianamente en condiciones de ser resueltas.




Pilar García Puerta






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